Fueron acusados de fascistas, hicieron bandera del mal gusto y explotaron hasta el paroxismo el santo grial de su negocio (sexo, drogas y rock&roll). Reconstruimos las hazañas del grupo, ahora que se cumple el 40 aniversario de su formación. Por Jon Wilde
Halloween, 1978. Queen se están preparando para celebrar una fiesta de escala mucho mayor a lo que podría considerarse práctico, plausible o remotamente posible. Su lema es Excess all areas [Exceso en todos los campos]. De hecho, el cantante Freddie Mercury asegura haber acuñado la frase, y la reivindicación no parece descabellada. Tras Bohemian rhapsody (1975) y los discos siguientes (A Night at the Opera, A Day at the Races, News of the World), Queen se han convertido prácticamente en la banda más grande del mundo. Pero no son sólo enormemente famosos, sino también absurdamente ricos y excesivos. “Los Cecil B. DeMille del rock”, como proclamó Mercury. El cantante se ha establecido como jefe de pista de las afamadas reuniones sociales de Queen. Cada uno de esos eventos es una Producción Freddie Mercury en la que no se escatima en gastos. Y ahora ha decidido que la fiesta de lanzamiento de su nuevo disco, Jazz, sea la más salvaje de la historia. Se había acordado un presupuesto de 290.000 euros, que fue convenientemente olvidado después de que Mercury declarara: “Que les den a los costes, queridos. Dejadnos vivir un poco”. Han elegido un local (el Fairmont, un elegante hotel en el barrio francés de Nueva Orleans). Han elaborado una lista de 500 invitados, que incluye a estrellas del rock y del cine, amigos y periodistas fieles a la banda. Han encargado la comida y la bebida: ostras, langostas, el mejor caviar del mundo, barriles de cerveza… Lo único que falta por organizar es el espectáculo. Según Bob Gibson, el promotor de Los Ángeles encargado de los festejos de la velada, “Freddie decidió que quería invitar a un montón de gente de la calle para animar las cosas. Me pidieron que buscara a gente con un punto excéntrico, cualquiera que pudiera darle un poco de color a la cosa”.
Encontró, entre otros, a un especialista en arrancarles la cabeza de un mordisco a pollos vivos y a una mujer que, por un precio cercano a los 100.000 dólares, se ofrecía para autodecapitarse con una motosierra. No sin motivo la fiesta pasó a ser conocida como Sábado Noche en Sodoma. A medida que entraban en el hotel, los invitados eran recibidos por una tropa de enanos hermafroditas que servían cocaína en unas bandejas que llevaban sujetas sobre la cabeza. La coca había sido importada directamente de Colombia y el propio Mercury se había ocupado de comprobar su calidad. Fortalecidos por “rayas de polvos mágicos tan largas y gruesas como los brazos de tu abuela”, los invitados podían elegir entre un amplio menú de exóticas diversiones. Por las salas del hotel, decoradas para parecer ciénagas en medio de junglas laberínticas, pululaban magos, zulús, contorsionistas, comefuegos, drag queens y strippers transexuales. Servían las bebidas camareros y camareras desnudos, que solicitaban amablemente que las propinas no se depositaran sobre las bandejas, sino que se insertaran en alguna cavidad corporal. Bailarines desnudos se contorsionaban en el interior de jaulas de bambú suspendidas de los techos. Modelos de ambos sexos peleaban, desnudos, en enormes baños de hígado crudo, mientras mujeres samoanas de 150 kilos, tumbadas sobre grandes mesas, fumaban cigarrillos por distintos orificios. Como bonus, quienes visitaban los suntuosos baños de mármol del hotel recibían los servicios orales de profesionales de los dos sexos.
“La mayoría de los hoteles ofrecen a sus huéspedes servicio de habitaciones”, bromeó Mercury. “Éste les ofrece servicio de labios”. Semejante hedonismo a escala industrial no podía durar y no tardó en cobrarse su precio. En 1987, Mercury estaba demasiado enfermo como para salir de gira. Cuando murió, en 1991, a causa de las complicaciones del sida que padecía, pareció que el grupo había expirado con él. Cuatro años más tarde se editó Made in Heaven, un álbum póstumo que contenía el material en el que Freddie estaba trabajando con Brian May (guitarra), Roger Taylor (batería) y John Deacon (bajo) justo antes de fallecer.
Queen nunca fueron considerados un grupo cool. Eran demasiado excesivos para eso. Pero la verdad es que nunca les importó demasiado tener buena reputación. Desde su formación, en 1970, se propusieron saltar todas las barreras musicales, visuales y comerciales. Según Roger Taylor: “Freddie nos convenció de que teníamos que asombrar al público en todo momento”. Al principio, sin embargo, la receta no pareció funcionar. Queen se esforzaba por llamar la atención en la escena rock británica de los setenta, dominada en esos momentos, por un lado, por el extraterrestre andrógino de Bowie y el gitano bailongo, gesticulante y glam de Marc Bolan, de T-Rex, y, por otro, por las pretensiones cósmicas de Yes, Emerson Lake & Palmer y todo el contigente del rock progresivo. En algún punto entre ambos se situaba el rock artístico de Roxy Music y los ocurrente pastiches pop de 10cc y Sparks, a los que Queen telonearon en uno de sus primeros conciertos en el local londinense Marquee.
Se hacía difícil imaginar el lugar en el que podría encajar la rimbombante combinación de teatralidad amanerada y rock duro de Queen. Estaban fuera del circuito incluso para el flexible criterio de la época. Brian May, ahora con 63 años, entonces era un astrónomo de cabellera permanentada que se había unido a la banda mientras cursaba un doctorado en Movimientos de Polvo Interplanetario. Construía guitarras con materiales sacados de viejas chimeneas y usaba una moneda de seis peniques como púa. El dentista convertido en batería Roger Taylor, de 61 años, tenía en aquel tiempo el aspecto de un seductor del Hollywood de los años treinta. Y el estudiante de ciencias John Deacon, al bajo, era anónimo hasta la invisibilidad. Característica que se empeña en salvaguardar a sus 59 años.
Y luego estaba Freddie Mercury, cuyo nombre real era Farrokh Bulsara. Nacido en 1946 en la isla africana de Zanzíbar (Tanzania), y de padres persas, Mercury había desembarcado en los suburbios del bohemio Londres en 1963 con la no muy firme intención de estudiar diseño gráfico o moda. Se matriculó en el Ealing College (entre sus alumnos anteriores estaban Pete Townshend, de los Who, y Ron Wood, de los Stones) pero se volcó en la música. Lideró una serie de bandas poco celebradas, entre ellas Wreckage e Ibex. También desarrolló el gusto por el virtuosismo en el vestir. Amigos suyos de la época le recuerdan paseando por Portobello Road vestido de pirata o totalmente cubierto de cuero y boas de plumas. Tan intensa como su exuberancia era su ambición, que un amigo describió como “impulsada por la urgencia de una erupción volcánica reprimida”. Mucho antes de que Queen encontrara su lugar, la confianza en sí mismo de Mercury rayaba el fanatismo. “Voy a ser una estrella”, había anunciado a cualquiera que se hubiera molestado en escuchar. “Voy a ser una leyenda”.
El productor Roy Thomas Baker sería crucial en la evolución de esa leyenda y en la construcción del peculiar sonido de la banda (elaborado en torno a una serie de bloques monumentales de varias pistas de guitarras y enormes coros operísticos de voces en varias capas, todos cuidadosamente confeccionados en el estudio). Baker se había fogueado con bandas de rock duro como Nazareth y Hawkwind y, a pesar del gusto de Queen por el sonido operístico, estaba convencido de que el grupo no debía usar sintetizadores. En su lugar, se empeñó en utilizar la guitarra de May para conseguir cualquier efecto que buscaran.
Queen tardarían tres años enteros en terminar su disco de debut: Queen, así se llamó, se editó en 1973. La mayor parte de ese tiempo la pasaron experimentando en los estudios Trident de Londres. El resto, de gira por provincias. Las reacciones de la prensa a sus primeros conciertos fueron variadas, en parte porque Queen se resistía a cualquier etiqueta. Las pintas de Mercury sobre el escenario (pantalones ceñidos de satén, leotardos ajustados, hueveras con incrustaciones de diamantes, zapatillas de ballet, rímel, esmalte de uñas) remitían al movimiento glam. Los riffs barrocos de May hacían pensar en Deep Purple y Uriah Heep. La temática pomposa de sus primeros temas (My Fairy King [Mi rey mágico o Mi rey marica], Seven Seas of Rhye [Los siete mares de Rhye], Ogre Battle [Batalla de ogros]) les acercaban al rock progresivo. En una de las primeras críticas que les hicieron, un periodista del Melody Maker concluyó: “O son el futuro del rock, o son un grupo de maricones lunáticos intentando subirse al tren de Bowie haciendo una mala imitación de Black Sabbath”.
“Nos encanta confundir a la gente”, dijo Mercury en una de sus primeras entrevistas. “Lo cierto es que no nos parecemos a nadie. Pero, si hubiera que buscar una comparación, tenemos más en común con Liza Minelli que con Led Zeppelin. Estamos más en la tradición del negocio del espectáculo que en la del rock & roll”. La veracidad de esta declaración se demostró poco después, cuando el grupo contrató a la célebre diseñadora Zandra Rhodes –que también vestiría entre otras celebridades a Diana, la princesa de Gales– para que creara el vestuario que lucirían en los directos.
Preguntado si era gay, hetero o bisexual, Mercury contestó: "Duermo con hombres, mujeres, gatos, lo que se te ocurra"
A pesar de que incluía grandes favoritos del público en los directos de la banda (como Liar o Keep Yourself Alive), las emisoras de radio no pincharon demasiado su primer disco y las ventas fueron pobres. Hizo falta un golpe de suerte para que cambiaran las tornas. A principios de 1974, el influyente programa musical televisivo británico Top of the Pops tenía previsto emitir una grabación promocional del tema Rebel Rebel, de Bowie, pero la cinta resultó no estar disponible en el último minuto. Queen fueron convocados repentinamente para llenar el hueco y su interpretación de The Seven Seas of Rhye les sacó del anonimato de la noche a la mañana. El single se colocó entre los diez más vendidos en su país y catapultó su segundo disco, Queen II (1974), hasta el número cinco.
Sin embargo, como Mercury reconocería más tarde, Queen no encontró su lugar hasta su tercer disco, Sheer Heart Attack, editado a finales de 1974, con el que consiguieron reconocimiento internacional y meter, por primera vez, un single entre los cinco más vendidos del Reino Unido: Killer Queen. “Hemos encontrado nuestra identidad”, dijo. “Y tenemos la sensación de que podemos ser los más grandes. Siempre hemos luchado por ser los mejores. Y ahora estamos a tiro de piedra de conseguir ese objetivo”.
Al año siguiente se lanzaron a por algo grande. Animados por los avances que había alcanzado la banda de Manchester 10cc en su propia opereta pop Une Nuit à Paris (incluida en el revolucionario disco The Original Soundtrack), el single Bohemiam Rhapsody, editado en noviembre de 1975, transformó los elementos básicos de Queen (la ostentación amanerada, los pavoneos reveladores de su enorme autoconfianza) en una opereta rock de casi seis minutos de duración que dividió al público como nunca había hecho ninguna grabación anterior.
A partir de ese momento fue imposible ignorar a Queen. Todo lo que tenía que ver con ellos (los himnos, los vídeos, las giras mastodónticas, su estilo de vida de estrellas del rock) se llevaba al extremo con el objetivo de meter el dedo en la llaga. La moderación era su anatema. La exageración, su especialidad.
Tras Bohemian Rhapsody, Queen perfeccionaron hasta tal punto su habilidad para reírse de sí mismos que se inmunizaron casi totalmente contra la censura. Mercury, en particular, se las arregló para afinar su estilo personal hasta combinar una convicción absoluta con una percepción evidente de su propio absurdo. Eso le permitió aprovechar en beneficio propio las malas críticas. Si acusaban a la banda de frivolidad, él contestaba: “Claro, querido. Somos maravillosamente frívolos. Nuestras canciones son como cuchillas Bic: diseñadas para el consumo masivo y desechables después de un solo uso”. Enfrentado a los cargos de que Queen eran pomposos y ridículos, aceptaba alegremente esos epítetos como piropos. “Todo eso es cierto, cariño. Somos la banda más pomposa de la historia”.
Resolvía las preguntas sobre su sexualidad con la misma ligereza. En 1975 estuvieron a punto de sacarle del armario cuando a un periodista estadounidense que tenía que entrevistarle en Ohio le hicieron pasar a su habitación de hotel media hora antes de lo previsto. Encontró al cantante tumbado sobre un montón de cojines y rodeado por un grupo de jóvenes musculosos prácticamente desnudos. “Estos son mis sirvientes, querido”, mintió. Pero incluso en los momentos en que animó los rumores sobre su orientación sexual, el hecho pasó más bien inadvertido. Como en 1976, cuando, preguntado directamente si era hetero, bisexual o gay, contestó: “Duermo con hombres, mujeres, gatos, lo que se te ocurra”.
La verdad era que, a mediados de los setenta, Mercury estaba tan confuso sobre su sexualidad como todos los demás. Aunque llevaba desde los catorce años experimentando con hombres, salía desde finales de los sesenta con Mary Austin. Según su asistente personal durante muchos años, Peter Freestone, la letra aparentemente incomprensible de Bohemian Rhapsody es un intento ligeramente camuflado de resolver su situación personal en aquel momento: a pesar de que aún vivía con Austin, salía con un editor musical, Davis Minns, y su afición a los encuentros homosexuales casuales crecía.
Después del enorme éxito de Bohemian Rhapsody, los éxitos se sucedieron con rapidez. El disco de 1975 A Night at the Opera permaneció en las listas británicas durante más de un año. Al año siguiente, el álbum A Day at the Races se hizo enorme en Japón y, en el Reino Unido, sus cuatro últimos discos se acomodaron plácidamente en las listas.
Independientemente de que se ame o se odie a Queen, A Night at the Opera y A Day at the Races eran obras maestras en su estilo. Nadie, ni antes ni después, ha impregnado una música tan solemne y rimbombante con semejante alegría de vivir. Efectivamente, era rock & roll coreografiado por Cecil B. DeMille, el director de todas las megaproducciones de Hollywood. A Night at the Opera fue, en ese momento, el álbum de rock más caro de la historia. Grabado y mezclado en seis estudios diferentes, explotó al máximo la tecnología que existía entonces. La grabación de Bohemian Rhapsody se alargó tres semanas y, en algunos puntos, tenía más pistas vocales solapadas de las que cabían en la cinta. A Day at the Races fue el primer disco producido por el grupo, pero apenas se aprecia la ausencia de Roy Thomas Baker: hasta ese nivel había absorbido la banda, y en especial Mercury y May, la técnica que el propio Baker describía como “sobreproducción de fregadero de cocina”.
El single (de dos caras A) que contenía We Will Rock You y We Are the Champions permaneció seis meses en las listas estadounidenses y el disco que contenía ambos temas, News of the World, de 1977, les convirtió en super estrellas en ese país. “En cuanto lo conseguimos”, dijo Mercury, “supimos que no había límites para lo que podíamos hacer”.
Elton John: "Freddie pasaba noches y noches despierto. Tenía que coger un avión y te decía tan tranquilo: 'Joder. ¿Otra raya, querido?'. Sus apetitos eran insaciables. Me agotaba a mí y eso no es fácil"
Para entonces, por supuesto, el punk había explotado en la cultura popular. No afectó demasiado a la popularidad de Queen, pero sí pareció animarles a suavizar algunas de sus tendencias más grandilocuentes. News of the World tenía canciones más cortas y un planteamiento rockero más directo. Pero la mayor contribución de la banda al punk no fue intencionada y consistió en facilitar el legendario escándalo televisivo de los Sex Pistols durante su entrevista con Bill Grundy. En principio estaba previsto que Queen apareciera en el programa, pero se rajaron en el último minuto. La discográfica EMI envió a su último fichaje, la banda de Johnny Rotten, a que se hicieran un hueco en la historia de la televisión.
Mientras tanto, Queen disfrutaba del éxito y los excesos. En 1979, para celebrar el cumpleaños de Mercury, se llevaron a más de cien amigos en el Concorde a una fiesta en un hotel de Nueva York. “No os preocupéis por los gastos, queridos”, dijo. “Lo único que tendréis que pagar serán los condones”. Acompañados por habituales de los clubes gays de la zona y un surtido de freaks, los invitados disfrutaron de una orgía de cinco días. Entre las atracciones, destacó un trío de transexuales capaces de practicarse felaciones a sí mismos y que interpretaron distintos números sexuales con serpientes.
No hay nada comparable al hedonismo desenfrenado de Queen en la carretera. “Led Zeppelin se han convertido en el punto de referencia del desmadre en las giras del mundo del rock & roll”, dice un antiguo road manager de la banda, “pero Queen les superó con creces. Sus excesos estaban organizados como maniobras militares. Les llevaban las drogas a cualquier ciudad en que tocaran. Si la coca no llegaba a tiempo, se retrasaba el concierto. El sexo estaba siempre al alcance de la mano. La mitad de la gracia de acompañar de gira a cualquier grupo está en reunirse en torno a la mesa de desayuno y escuchar qué hicieron los músicos la noche anterior. Roger Taylor tenía reputación de ser una auténtica guarra del rock. Todas las mañanas se contaba una historia suya que te hacía soltar el cuchillo y el tenedor. Luego aparecía alguien que regaba las tostadas con lo que había hecho Freddie la noche anterior. Te caías de la silla. Hacia el 78 o el 79, cuando Queen se hicieron enormes, los apetitos de Freddie alzaron el vuelo. Sexo y drogas las veinticuatro horas. Antes de los conciertos, después de los conciertos… incluso entre canciones. Antes de un bis, a veces se escabullía a la parte trasera del escenario, se ponía unas rayas de coca, dejaba que algún tipo al que acababa de conocer le hiciera una mamada y volvía al escenario a terminar el concierto. Era un tipo con aguante”.
En otoño de 1980 llegaron Crazy Little Thing Called Love (se dice que compuesta por Mercury y la banda en el baño de su habitación del hotel Hilton, de Berlín) y Another One Bites the Dust, del disco The Game, y, con ellos, su primer número uno en Estados Unidos. Mercury se estableció en Nueva York, donde se compró un aparatamento de lujo con vistas a Central Park. La terrible enfermedad de breve nombre aún no había proyectado su oscura sombra y la comunidad gay neoyorquina atravesaba su época dorada de promiscuidad. En palabras de Mercury: “Nueva York es la Ciudad del Pecado y aquí me siento libre para hacer el guarro hasta la saciedad. Me despierto por la mañana, me rasco la cabeza y me pregunto a quién me voy a follar a continuación”.
En su biografía de 1998 titulada Freddie Mercury, Freestone describe cómo era un día normal para el cantante entre 1980 y 1982. Se levantaba alrededor de las cuatro de la tarde y echaba de su apartamento a sus conquistas de la noche anterior, a menudo hasta seis. Después del desayuno, le daba una lista de la compra a Freestone, que salía en busca del camello. Sobre las ocho de la tarde, una limusina recogía a Mercury y sus acompañantes para llevarles a algún club en el que se unían a otros cientos de personas en un maratón de sexo sin interrupciones. Según Elton John, Mercury tenía un aguante como nunca había visto en nadie. “Pasaba noches y noches despierto”, contó en 2001, “te lo encontrabas a las once de la mañana y seguía volando alto. Su banda tenía que coger un avión y él decía, tan tranquilo: ‘Joder. ¿Otra raya, querido?’. Sus apetitos eran insaciables. Me agotaba a mí, y eso no es fácil”.
A principios de los ochenta, Queen parecían invencibles. Su popularidad no sólo había sobrevivido a la tormenta punk, sino que había crecido exponencialmente. Cuando apareció el punk, Paul Rodgers, el elegido para liderar a Queen en 2005, cantaba en Bad Company, que consiguió éxitos mundiales con temas como Can’t Get Enough y Feel Like Makin’ Love. “Cuando llegaron los Pistols y los Clash, bandas como Bad Company se convirtieron en dinosaurios de la noche a la mañana”, cuenta Rodgers. “De pronto, nadie quería conocernos. Mientras, Queen crecían y crecían. Parecían estar por encima del punk, igual que habían visto nacer y morir otras modas musicales. Estaban perfectamente definidos. Eran una ley en sí mismos. Nada podía tocarles”.
Another Ones Bites the Dust, del que se vendieron cuatro millones y medio de ejemplares, confirmó su estatus de banda favorita de Estados Unidos. En el Reino Unido, Under Pressure (con David Bowie) se convirtió en su single más vendido y su recopilación de grandes éxitos de 1981 entró directa al número uno y se quedó en listas 312 semanas. También eran enormes en Suramérica: su gira de 1981 terminó con un concierto en el estadio Morumbi, de São Paulo, ante 131.000 fans. Pero, con la nueva década, los gustos estaban cambiando y había signos de que Queen perdía impulso. Sí, había superado el punk. Pero sobrevivir a la era post punk de nuevo romanticismo, con el funk blanco y el nuevo pop electrónico facturado por bandas de Sheffield como ABC o The Human League era otro tema.
La banda sonora que compusieron para Flash Gordon en 1980 y el álbum de 1982 Hot Space, mal planteado y orientado a la pista de baile, fueron tropezones notables. Las ventas en Estados Unidos se resintieron dramáticamente cuando Mercury cambió su imagen rutilante por un clon del gay típico: pelo rapado, bigote picante, pantalones de PVC y gorra de cuero con cadenas. Y, detrás del telón, el ritmo frenético de Queen estaba pasando factura. Cada vez discutían más. En un festival italiano en 1984 montaron una auténtica pelea en el backstage. Las personalidades, totalmente distintas, de los miembros del grupo empezaron a explotar bajo el enorme peso de su éxito. En contraste con la extravagancia de Mercury, Brain May se consumía y sufría largos periodos de depresión. Mientras tanto, Roger Taylor parecía guiado por el diablo en su empeño por superar las hazañas sexuales de Mercury, y John Deacon interpretaba a la perfección el papel de bajista estoico, como John Paul Jones había hecho en Led Zeppelin. Haría falta un ejército de analistas para explicar las complejidades psicológicas de la relación entre los cuatro componentes del grupo, que en ocasiones amenazaron con destrozarles.
Tanto Taylor como May se embarcaron en proyectos en solitario, mientras Mercury emprendía una serie de aventuras extracurriculares, entre ellas una temporada componiendo con Michael Jackson (que terminó abruptamente cuando Jackson entró en el estudio y encontró a Mercury esnifando coca a través de un billete de 100 dólares). Como explica May, era la hora de la verdad para Queen. “Los excesos se filtraron de la música a la vida y se convirtieron en una necesidad”, dice. “Como grupo, siempre habíamos intentado llegar a un lugar que nadie había alcanzado antes. Comprobar hasta dónde podíamos llegar era como una fantasía. Y empezó a pasarnos factura. Estábamos totalmente descontrolados. Habíamos llegado a un punto desde el que era muy difícil recuperarse”.
Pero sí se recuperaron, volviendo como un huracán en 1984 con Radio Gaga y I Want to Break Free. Y, sin embargo, resultaba difícil ahuyentar la sospecha de que Queen ya había alcanzado su máximo potencial. Y entonces llegaron sus irreflexivos ocho días de conciertos en Sun City, Suráfrica, en otoño de 1984. El apartheid había alcanzado sus mayores cotas de impresentabilidad y Sun City era el complejo de entretenimiento para blancos más importante del país. El sindicato de músicos del Reino Unido había impuesto un boicot contra Suráfrica en 1961. Los Beatles y los Stones se habían negado a tocar allí y casi todos los demás grupos importantes, movidos por su conciencia social o, simplemente, por una preocupación menos altruista por su imagen, habían rechazado actuar ante las audiencias segregadas del país. Queen aceptaron sin ningún problema, ganándose un lugar en la lista negra cultural de la ONU y el desprecio de la comunidad rock, a la que de todas formas nunca le había gustado el descaro de sus maneras.
Roger Taylor: "Freddie no quería que le vieran como objeto de compasión o curiosidad"
Las reacciones acabaron forzándoles a prometer que nunca volverían, y el apoyo de May y Taylor a la campaña de Nelson Mandela para reunir fondos para luchar contra el sida (que se llamó 46664 por el número de interno de Mandela en la prisión de Robben Island) puede verse como un intento de enmienda. Que consiguieran salir con bien de la tormenta que levantó Sun City se debe, casi con total seguridad, a una decisiva llamada de teléfono de Bob Geldof.
En 1976, David Bowie había lanzado la idea de que Adolf Hitler había sido la primera estrella de rock. Resulta sencillo descartar esa afirmación considerándola fruto del delirio de una estrella encocada. Pero Bowie hacía referencia a una verdad indiscutible: el rock & roll en directo tiene siempre un componente totalitario. Y Queen lo ejemplificó mejor que ningún otro grupo de su época. Y los críticos les odiaban por eso: después de la debacle de Sun City, la revista musical británica New Musical Express destrozó los vídeos de I Want to Break Free y Radio Gaga por su “repugnante imaginería pseudofascista” y acusó a Queen de evocar la atmósfera de un mitin en Nuremberg. Pero justo cuando parecía que se habían agotado a sí mismos, el concierto Live Aid (celebrado el 13 de julio de 1985 en el estadio londinense de Wembley y que congregó a más de 60 estrellas para combatir la hambruna de África) les ofreció una oportunidad para probar qué podían conseguir ante una audiencia televisiva de 2.000 millones de personas. Su actuación demostró que eran exactamente todo lo que se les había acusado de ser: extremadamente rimbombantes en la práctica de una épica enloquecida. En el repertorio se sucedieron temas como Bohemian Rhapsody, Radio Gaga, Hammer to Fall, Crazy Little Thing Called Love, We Will Rock You y We Are the Champions.
Así lo recuerda Geldof: “Live Aid le dio a Freddie Mercury la oportunidad de pavonearse ante el mundo entero. Eran, sin duda, el mejor grupo que pasó por el escenario ese día. Era su plataforma perfecta y él parecía saberlo perfectamente. Daba la sensación de que eran la única banda que se había dado cuenta de que aquello era un tocadiscos mundial. Pusieron todo su empeño en ser los más grandes y los más ruidosos para que la gente se fijara en ellos”.
Toda la carrera de Queen les había ido llevando hacia esa actuación arrebatadora de 20 minutos del 13 de julio de 1985. Después de haber sometido por la fuerza al planeta entero gracias a la energía irresistible de su actuación de ese día, tal vez ya no les quedaba nada que demostrar. Después de 1985 habría nuevas giras mastodónticas de Queen, entre ellas la extravagante Kind of Magic del año siguiente –que pasó por España y que Roger Taylor describió como “el tipo de cosa que hace que Ben-Hur parezca Los teleñecos”– y durante la que Mercury aparecía sobre el escenario cubierto de un manto de armiño y con una corona con incrustaciones de piedras preciosas. También conseguirían más éxitos mundiales como I Want It All e Innuendo. Pero, aun así, todo lo que hizo Queen después de Live Aid sonaba inevitablemente a anti clímax.
Mientras tanto, la terrible sombra iba cerrando su cerco. En 1987, todo el mundo sabía ya desde hacía al menos cuatro años de la existencia del virus del sida. Mercury, sin embargo, se había negado a sacrificar su estilo de vida hedonista, actitud que se vio obligado a reconsiderar ese año, cuando dos de sus mejores amigos contrajeron el virus. Luego, hacia Semana Santa de ese mismo año, él mismo dio positivo, y optó en un primer momento por compartir esa información sólo con su novio, Jim Hutton. Los últimos años de Mercury discurrieron dentro de un oscuro contraste con el tumulto en el que había vivido la década anterior. A medida que su salud empeoraba, cada vez le costaba más salir de la casa que compartía con Hutton en Kensington (Londres) y la abandonaba exclusivamente por motivos de trabajo. A pesar de la constante especulación por parte de los medios, el anuncio oficial sobre su estado de salud se retrasó hasta la noche antes de su muerte, el 22 de noviembre de 1991. “Freddie no quería que le vieran como un objeto de compasión y curiosidad”, explica Roger Taylor, “ni que los buitres volaran en círculos sobre su cabeza. Decidimos anunciar que tenía sida por la noche, cuando ya fuera demasiado tarde para preocuparle”.
Siempre que se le había preguntado sobre qué posibilidades tenía la música de Queen de aguantar el paso del tiempo, Mercury había sido poco menos que honestamente brutal: “Me la suda, cariño. No estaré aquí para verlo”. Durante la década posterior a la muerte de su cantante, Queen fue incluso más omnipresente. En los noventa, su música se reeditó en distintas formas con tanta regularidad que fueron escasos los momentos en que no estaban en las listas. Más recientemente, el musical We Will Rock You, escrito por Ben Elton y coproducido por Robert de Niro, ha sido un enorme éxito en tres continentes.
FUENTE: ROLLINGSTONE.ES
FUENTE: ROLLINGSTONE.ES
90% mentiras...escrito por jon wilde y publicado por la peor revista conocida en el mundo, con un encono personal de años hacia Queen y en especial hacia el maestro,una verguenza.
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